La mujer del cine francés, su favorita
“No solo me ofrecen proyectos más interesantes, en los que puedo interpretar tanto a una abuela como a una mujer fatal; además, me siento mejor conmigo misma. Veo las cosas con más distancia que a los treinta, y disfruto observando cómo evoluciona mi cuerpo. La belleza de la juventud depende solo de la genética y al crecer se transforma en la expresión física de años de sabiduría, experiencia y amabilidad. Las mujeres de 60, 70, 80 y 90 años transmiten una fuerza y un atractivo increíbles; algunos hombres también. Recuerdo haber trabajado con el fotógrafo Helmut Newton cuando él tenía 81 años… y una energía inagotable. Y cada vez que veo a Sofia Loren me impresiona. ¡Sigue haciendo subir la temperatura de una habitación al entrar en ella! Lo que hace sexis a las personas al llegar a la madurez es la cantidad de experiencias por las que han pasado y a las que han sobrevivido. Lo demás es irrelevante”.
¿No se harta de que le hablen constantemente de su belleza y de su condición de sex symbol? “Sex symbol? Oh, Madonna”, responde riéndose. Según Monica, ser físicamente agraciado tiene un inconveniente muy claro, “que Oscar Wilde expresó mejor que nadie diciendo: ‘La belleza no tiene más de cinco minutos de vida si no dispones de otras armas para mantener viva la curiosidad de los demás’. Y no olvidemos la banalidad de ser guapa cuando se es actriz. Actrices guapas las hay a montones. Si fuese astronauta, sería quizá más original”, dice con humor antes de confesar, casi excusándose, que raramente piensa en su propia belleza. “Es difícil ser consciente del efecto que se provoca en los demás. La verdad es que es algo que siempre me sorprende”. La actriz admite, sin embargo, ser siempre receptiva a los cumplidos: “Todos sufrimos tantos comentarios negativos y ataques gratuitos en la vida que un cumplido de vez en cuando no puede hacer daño… ¡De hecho, para mí, nunca son suficientes!”. ¿Un atisbo de narcisismo, quizá? “Si no fuese un poco narcisista no haría este trabajo”, puntúa cándidamente.
Pero tener un físico a medio camino entre una venus de Botticelli y una diva de los años del cine neorrealista italiano tuvo otro inconveniente para Monica durante una época: “Con el tiempo las cosas han cambiado, pero al principio me costó que me tomasen en serio. Después de todo, empecé siendo una modelo con ínfulas de actriz entre un millón de modelos con ínfulas de actriz. La industria me observaba con actitud sospechosa, lo cual, en retrospectiva, era totalmente natural”.
Para Monica, el cine siempre fue el objetivo. Nacida en la pequeña localidad de Città di Castello, en la región italiana de Umbría, descubrió el cine de los sesenta en su infancia. “Representaba una evasión, todo lo que mi pueblo no era. Eran los años 70, y en la televisión empezaban a poner los clásicos italianos de Fellini, Visconti y Rossellini. Pero fueron las películas de Truffaut y Godard, que descubrí de adolescente, las que más me marcaron. Me encantaba la manera que tenían los directores franceses de representar a las mujeres en la pantalla. Parecían más libres, más modernas y más dueñas de su destino que en las películas italianas, donde a menudo eran personajes magníficos, pero pasivos. El cine francés se convirtió así en mi idea de tierra prometida”.
“Disfruto mucho haciendo películas americanas, pero siempre observando el país desde la distancia”
Pero pasarían años antes de que la joven Monica protagonizase su primer filme francés, el ya mítico El apartamento, dirigido por Gilles Mimouni en 1996, en el que Bellucci interpretaba a la magnética Lisa, el papel que la catapultaría al estrellato junto al francés Vincent Cassel, con quien se casaría ese mismo año. Antes, empezó la carrera de Derecho en la Università Degli Studi di Perugia, donde se financió ella misma sus estudios haciendo pequeños trabajos como modelo. Lo que empezó siendo un hobby se convirtió pronto en su actividad principal cuando, en 1989, firmó un contrato con la agencia Elite en Milán. Su perfil típicamente mediterráneo llamó la atención de los diseñadores Domenico Dolce y Stefano Gabbana, que hicieron de ella su musa y el rostro de su perfume Sicily durante décadas. “Sigo apreciando mucho el mundo de la moda, y trabajando de vez en cuando con marcas como Dolce & Gabbana o Dior. Posar para fotografías me sigue divirtiendo tanto como el primer día”, dice. Pero Monica no perdió de vista su objetivo y empezó a conseguir roles en producciones italianas, como el telefilme de 1990 de Dino Risi Vita Coi Figli o La Riffa, de Francesco Laudadio. En 1992, el productor Roman Coppola se fijó en ella y le propuso un pequeño papel de vampiresa en Dracula de Bram Stoker. “Fueron solo un par de minutos en la pantalla. Anécdota curiosa”, recuerda la actriz. “Yo estaba instalada sobre una plataforma subterránea, bajo una sábana de raso, lo que me permitía emerger del suelo entre las piernas de Keanu Reeves”, dice entre carcajadas. Once años después, volvería a coincidir –y a besar– al actor en Matrix Reloaded, ya gozando del estatus de estrella.
Y, sin embargo, el estrellato –entendido a la manera de Hollywood– nunca ha interesado a la actriz. Su filmografía es una de las más eclécticas de las últimas décadas, y ocasionalmente incluye blockbusters americanos como la trilogía de las hermanas Wachowski o un título de la saga James Bond, Spectre, que en 2015 hizo correr ríos de tinta por el hecho de que a los 50 años interpretase, junto a Daniel Craig, a la chica Bond de más edad hasta el momento. Pero la actriz es igualmente proclive a aceptar roles en superproducciones europeas (en 2002 encarnó a Cleopatra en Astérix y Obélix: Misión Cleopatra y, cinco años más tarde, a Lucia en Manuale d’Amore 2 y 3) y, sobre todo, en proyectos independientes. Son cintas como A los que aman (1998), de Isabel Coixet, Malena (2000), de Giuseppe Tornatore, Irreversible (2002), de Gaspar Noé, o La pasión de Cristo (la controvertida película de Mel Gibson de 2004, en que interpretaba a María Magdalena) las que han hecho de Monica Bellucci un nombre distinto a todos los demás y una estrella por derecho propio. “Elegir un papel es un proceso tan consciente como irracional”, asegura. “Por un lado, el proyecto me tiene que emocionar. Por otro, tengo que sentir una conexión intuitiva con el director al conocerle. La verdad es que muchas veces no entiendo por qué elijo los papeles que elijo hasta el día del estreno de la película”, reflexiona.
Sus hijas, su prioridad
Tampoco siente la necesidad narcisista de protagonizar cada uno de sus proyectos. “Para En la Vía Láctea (2016), dirigida por Emir Kusturica y donde tenía uno de los roles protagonistas, tuve que trabajar durante casi cuatro años, porque solo rodábamos en verano en Serbia, e incluso aprender farsi. Estaba entusiasmada de poder trabajar por fin con una de las personas que más admiro en la industria”, dice, todavía conmovida. Un año después, recibíó la llamada de otro realizador legendario. “Poco después de conocerle por casualidad, David Lynch me llamó y me dijo que tenía una visión onírica para una de las escenas de la nueva temporada de Twin Peaks, en la que le gustaría que apareciese interpretándome a mí misma. Tardamos menos de un día en rodarla, y apenas dura unos minutos. Pero la experiencia fue igual de genial que con Kusturica”, señala, y añade que, desde que fue madre por primera vez en 2004 (tiene dos hijas, Deva y Léonie, con Vincent Cassel, de quien se separó en 2013 tras 14 años de matrimonio), su ritmo de trabajo ha cambiado. “Mis hijas son mi prioridad… ¡No olvides que soy una mamma italiana!”, dice entre risas. “Puedo pasar por épocas de trabajo muy intenso, como fue el caso de mi cinta con Kusturica, pero entre dos proyectos intento pasar largos paréntesis para ocuparme de Deva y Léonie a tiempo completo. He sido madre tarde [casi a los 40], y tengo la suerte de que mi profesión me lo permite en este momento. No sé cómo habría manejado mi carrera y la maternidad a los veintipico”.
Está claro que sus prioridades distan mucho de las de una estereotipada estrella hollywoodiense, pero es que Monica se siente 100% europea. Vive la mayor parte del tiempo en París, donde sus hijas van al instituto y donde es todo un icono (su separación de Vincent Cassel hace cinco años provocó un terremoto de cotilleos entre los parisinos) y pasa el resto de su tiempo entre Roma, Lisboa y Londres. “Disfruto mucho haciendo películas americanas, pero siempre observando el país desde la distancia”, afirma. “Nunca podría vivir en Estados Unidos. ¡Los americanos están incluso más obsesionados con la juventud y la belleza que nosotros! Hollywood tiene una sed insaciable de jóvenes actrices, que, llegados los cuarenta, tienen dificultades para conseguir un papel. Yo no encajo con su ideal femenino. Nunca seré muy delgada. He sido madre dos veces y disfruto comiendo. ¿Y qué?”.
“Perder el miedo a hablar de las agresiones que las mujeres sufrimos de manera cotidiana es un paso de gigante”
Pero hay algo que la actriz ha admirado recientemente en sus colegas americanas. “Lo que están haciendo con #metoo es revolucionario. Perder el miedo a hablar de las agresiones que las mujeres sufrimos de manera cotidiana es un paso gigante. Y a mí también me ha hecho darme cuenta de la cantidad de actitudes abusivas o impregnadas de violencia que he aguantado dócilmente durante años, pensando que eran, por desgracia, inevitables. Lo que está pasando ahora nos está abriendo los ojos tanto a las mujeres como a los hombres. Ahora todos tenemos las armas para identificar la diferencia entre un flirt con encanto y un comentario machista, y para actuar en consecuencia. Por supuesto, es vital que incluyamos a los hombres en la conversación, siempre desde el amor y el respeto mutuos, porque el machismo es opresor y limitante para ellos también, y los dos géneros tenemos mucho que ganar con la igualdad”. A este respecto, Monica es optimista. “Las cosas han sido más fáciles para mí que para mi madre, y lo serán más para mis hijas… Pero para eso hay que trabajar”.
Hacia la era de internet
Monica acaba de completar tres proyectos, que verán la luz entre este año y el que viene. Entre ellos está un pequeño papel en la serie francesa Dix Pour Cent, que sigue las aventuras de un grupo de agentes cinematográficos en París. “Mi personaje es hilarante, una auténtica caricatura de una actriz, y esta temporada incluye también a Jean Dujardin, Isabelle Huppert y Béatrice Dalle”. La televisión, explica, es un medio que le llama cada vez más la atención. “Cuando veo a mis hijas ver películas en el teléfono me doy cuenta de lo que está cambiando la industria. Hay proyectos fascinantes para la pequeña pantalla y para Internet. No tengo ninguna fijación con la gran pantalla”. Pero la actriz también ha protagonizado dos filmes de cariz más tradicional: el australiano Nekromancer, de Kiah Roache-Turner –“es una película de terror, con muchos efectos especiales y mucho gore… ¡en la que interpreto a una psicópata! Nunca había hecho un papel así”, explica– y Spider in the Web, un drama israelí de Eran Riklis –realizador de la aclamada Los limoneros– en el que aparece junto a Ben Kingsley. “El rodaje ha terminado hace solo unos días. Se trata de una trama de espionaje con una acción que va desde Bélgica a Siria pasando por Israel. Pero es también una historia de amor entre nuestros personajes”. El típico proyecto, en resumen, que sus fans han aprendido a esperar de Monica Bellucci. La actriz me dedica una de sus sonrisas irresistibles antes de volverse para observar a su hija, todavía en el plató. Su orgullo maternal es evidente. Y es entonces cuando comprendo que no es la belleza lo que hace de Monica un icono que levanta pasiones en todo el planeta. Son, al contrario, sus imperfecciones asumidas, sus contradicciones, su feminidad, poderosa y vulnerable a la vez, su naturalidad sin filtro y su entusiasmo eterno por el cine. No cambies, Monica.
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